Sería muy pesimista empezar diciendo que soy un desastre. Un
desastre en todo lo atañado a lo formal, un desastre en todo lo que esté
relacionado con vivir. Que no es todo, porque hay días, o semanas, incluso
meses, que sólo subsisto. Soy ese Don Quijote que vivía en su mundo en
ensoñaciones, que luchaba con gigantes, para ser derrotado a los pies de un
molino. Que tenía su escudero, y sin embargo, nada pudo evitarle caer con el
alma al suelo. Soy ese Principito que todos hemos leído de pequeños, sin
entender una mierda. Porque ese, ese es libro para otras edades.
Soy la hermana de un genio, la sombra de su estela, y
orgullosa de serlo. Soy la hija de una luchadora innata, costurera de las
mejores heridas y ejemplo en la vida. Soy también amiga de una loca, que no es
siempre la última en caer, pero sí la primera en levantarme tras una caída. Soy
Madrid en una promesa, Italia, en un verso, y Sevilla, en su origen. Soy la
esquela de la ilusión cada noviembre, el frío de entre los huesos del invierno,
y el calor de un abrazo siempre que puedo. Soy una sonrisa, pero también
lágrima fácil. Más alma que cuerpo y menos realidad que sueños. Contradictoria
hasta los huesos. Las letras las llevo en la sangre y a los demás en el pecho
izquierdo, que late más fuerte que nunca y desgarra como jamás un verano lo
había hecho. El ventrículo derecho le pide tregua al izquierdo, y así, sin revanchas, acaban los dos sufriendo. Y es que soy un viaje en autobús un viernes por la tarde, a las
seis y media donde siempre. Soy ese ‘Mamá todo irá bien’ que nunca dije, pero
que se sobreentiende. Soy todos esos te quiero que nunca pronuncié, por miedo a
escuchar un yo también como respuesta. Sí, soy un desastre. Pero un desastre,
con la mejor suerte del mundo.
Y por eso soy, aunque a veces no esté.
Y eso, eso os lo debo.